Economía política, no políticas públicas
JORGE QUIROZ SOCIO PRINCIPAL DE QUIROZ & ASOCIADOS
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Jorge Quiroz
Sebastián Piñera, el candidato de las presidenciales 2017, prometió hace pocos días que, de salir electo, tomará medidas para que el Estado nunca más le pida a un ciudadano un papel con información que otro organismo estatal ya tenga. Sacó aplausos. El pequeño detalle es que Sebastián Piñera, el candidato de las presidenciales 2009, prometió lo mismo. Y Sebastián Piñera, el presidente 2010- 2014, no lo hizo.
Al candidato le sobra inteligencia como para no tropezar con la misma piedra. Pero a ratos, me asalta la humilde duda de si él y su equipo tienen real conciencia de con qué piedra van a tropezar, si es que genuinamente quieren sumar impulso tecnológico al desarrollo nacional.
La tecnocracia con formación económica neoclásica, de la cual el entorno de Piñera es la máxima expresión, ha sustituido hace rato la palabra “política” por “políticas públicas”, como si fueran sinónimos. En el mundo ideal de las políticas públicas, los tecnócratas calculan costos y beneficios de las distintas opciones posibles. Se opta luego por las medidas más costo efectivas. Hasta ahí la tecnocracia, que tanto le faltó a esta administración y que a Piñera le sobra.
Pero por buena que sea la tecnocracia, hacer políticas públicas no es lo mismo que hacer política. Casi invariablemente se descubre que tal o cual iniciativa precisa de una modificación legal. Entonces, el constructo tecnocrático pasa a ser un proyecto de ley que “entra” al Congreso. Pero una cosa es el proyecto “que entra” y otra el “que sale”. Los grupos afectados se toman la vía pública, o hacen paros, o hacen lobby a los honorables, o insultan soezmente desde la tribuna a los ministros y a fin de cuentas sale lo que sale no más. Si es que sale. El saliente ministro Valdés puede dar fe de aquello.
Lo que está en juego entonces es otra cosa. Se trata de la economía política. Ésta cobra particular importancia de cara al cambio tecnológico: no por nada el término adquirió popularidad intelectual en el siglo XIX, al fragor de la revolución industrial. El tema es como sigue. Dada una configuración tecnológica, se erige una determinada configuración social–legal que es funcional a la tecnología que le vio nacer. Pero con el tiempo, la configuración social-legal cobra vida propia, y se empeña luego en proteger su supervivencia y privilegios, aún si las condiciones materiales que originalmente le dieron vida cambian, y, debiéramos agregar, especialmente si cambian.
Por ello, no basta con decir que la tecnología, de la mano de políticas públicas inteligentes, permitiría ahorrar cuantiosos recursos en trámites inútiles. Eso ya lo sabemos. Pero el problema no es tecnológico sino político: la agrupación de funcionarios públicos que defenderá a ultranza su existencia. Y esa es sólo la punta del iceberg. La tecnología podría también cambiar de punta a cabo cosas aún más importantes: todo nuestro sistema de notarios y conservadores de bienes raíces, el sistema financiero, el educacional y el de salud, por nombrar a los más potencialmente expuestos. Pero en cada uno de ellos, la oposición podría ser formidable. Ya la hemos visto con notarios y conservadores. Los académicos y universidades desatarían similar lobby al de aquellos de cara a una iniciativa que permitiera titularse de universidades virtuales con cursos remotos impartidos por instituciones extranjeras. Médicos, clínicas y hospitales irían a paro ante una iniciativa que permitiese el diagnóstico de salud desde fuera del país. ¿Y qué dirían los bancos ante una plataforma transaccional abierta, de acceso universal por medio del celular, donde compitiesen por otorgar créditos entidades fuera de Chile? De cara a la revolución digital, hasta el súper de bancos saldría a defender los 200-300 informes con que atribula a la banca local cada mes.
Por ello, hoy como ayer, el cambio tecnológico, si se impulsara de veras, sería intrínsecamente revolucionario. El problema entonces es de economía política, no de políticas públicas: la piedra, con que tarde o temprano se habrá de tropezar.
Economía política, no políticas públicas
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